Al considerar las imágenes de los públicos de los museos a lo largo del siglo XX, nos encontramos con una transformación: su representación como una ciudadanía ilustrada dio paso a una construcción visual de espectadores que manifestaban discrepancias en su acercamiento a la alta cultura. En las décadas de los cincuenta y sesenta, la apertura de los museos como parte de su misión cívica y la necesidad de ampliar la esfera pública cultural hicieron que se empezara a visibilizar la naturalización de la desigualdad cultural y la necesidad de un modelo post-burgués de espacio público, dado que el existente estaba fundado en criterios estructurales de exclusión de grandes partes de la población, que se basaban en la propiedad y la clase, el género, la raza y la etnicidad. La representación visual de la apertura demográfica de los museos se convirtió entonces en un agente privilegiado para mostrar las funciones que la educación y el ocio desempeñaban como espacios de concreción de logros sociales, tanto en los estados del bienestar occidentales, como en los países de la órbita soviética. Esta popularización de los museos trasladó a los mismos las tensiones entre la alta y la baja cultura de la nueva sociedad de masas y sus culturas mediáticas, como demostraron las cada vez menos convencionales imágenes de visitantes, en el proceso de transformarse en turistas.
El debate en torno a la accesibilidad igualitaria a los museos apuntaba a la visibilización de clases sociales no adiestradas en el habitus, es decir, en el conjunto de prácticas in-corporadas y socialmente estructuradas, un proceso que los fotógrafos del momento empiezan a observar de forma exhaustiva. Así, la fotografía del instante decisivo demostró ser un medio fundamental para generar un imaginario ampliado de estos públicos desajustados y de sus cuerpos. La instantánea reemplazó a la pose, el robado sustituyó al posado y los antiguos ciudadanos ilustrados se vieron desplazados por nuevos cuerpos con comportamientos disruptivos y performativos. A esta apertura hay que sumar la voluntad de algunos artistas contemporáneos de reforzar la conciencia de los espectadores como tales, fomentada por prácticas participativas o performáticas y los cruces entre estas y la fenomenología.
Mientras los fotógrafos hacían visibles a los visitantes desajustados y al incipiente turismo de masas, los historiadores del arte, en los años setenta y ochenta, prefirieron teorizar sobre un espectador contemplativo, atento y solitario, más interesados en reflexionar sobre la tematización de la mirada, la visión y la visualidad que sobre la tematización de los espectadores corporeizados y situados y sus experiencias como seres sociales en contextos concretos. Con todo, el creciente cuestionamiento de la esfera cultural burguesa y el desarrollo, en el ámbito de la teoría crítica, de las nociones de contrapúblicos y comunidades, como espacios de emancipación y resistencia, la recorporeización de la mirada, del deseo y del placer de los espectadores, en los estudios culturales y cinematográficos, y los análisis de la subjetivación de los públicos (redefinidos como observadores) en el consumo y las nuevas tecnologías han acabado por diversificar las aproximaciones teóricas a la espectaduría y los públicos. Un último giro viene determinado por los efectos que la digitalidad y los nuevos dispositivos móviles está teniendo en el auto-diseño visual de los públicos y que ejemplifica la disolución de las fronteras entre espectadores y autores.
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