En las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial se observa una creciente presencia de los servicios, la administración y la información en las estructuras productivas. Adviene la sociedad post-industrial, gestionada por burócratas que confían en la tecnificación de los procesos de organización social. El impulso tecnocrático no depende del signo de un gobierno, pero tampoco se alza por encima de las ideologías. Aunque los modelos de gestión racional se pretendan apolíticos, la sociología y la teoría crítica de los años cincuenta y sesenta ya señalan la existencia de una ideología subyacente que, lejos de acercarse a posturas democráticas, emplea lógicas económicas de capitalismo neoliberal.

La tecnocracia tiene una vertiente política, organizada en torno a los procedimientos científico-racionales de administración, y otra tecnológica, que tiene en cuenta las aplicaciones de la ciencia y la técnica en la producción y reproducción social. Un buen lugar donde observar sus efectos es la relación arte-tecnología. Si el pensamiento social oscila entre posiciones optimistas y pesimistas respecto a la ideología tecnocrática, en el arte sucede algo similar. En el tránsito entre los años setenta y los ochenta, la teoría artística enfrenta ese campo escindido, debatiéndose entre el uso actualizado de las herramientas tecnológicas – televisión, vídeo, otros nuevos medios para el arte –, y sus aplicaciones acríticas y alienadas, que resultan en informativismos y sintaxis vacías de contenido, o en usos culturales colonizadores.

Regina Silveira, Destrutura para Executivo II, 1975. Cortesía de la artista

Pero esas conjeturas de mediados del siglo XX se tornan confirmaciones en las décadas siguientes. En los años ochenta y noventa, el desarrollismo de la era digital extiende las tecnologías de la información (TI) y la comunicación (TIC), en un mundo abierto a la globalización. Como ocurriera con el audiovisual televisivo y otros medios de masas, las TI y las TIC, antes que deshacer jerarquías del tipo centro-periferia, las acentúan bajo un dominio tecnocrático de extensión mundial.

A la llegada de Internet se suman el control de los flujos migratorios y las políticas culturales de inclusión-exclusión. Lo local y lo global se confunden, y emerge el multiculturalismo, como una deriva de la gestión tecnocrática aplicada al ámbito de las identidades. Las posiciones más críticas respecto a los modos occidentalizantes de socio-morfogénesis quedan en los márgenes, bajo la hegemonía del optimismo neoliberal.

Muntadas, Video is Television?, 1989. Cortesía del artista.

La cibercultura aparece, primero, como un espacio alternativo que facilita el intercambio horizontal de informaciones y posturas. Aunque la esfera virtual se reconoce pronto como reproductora de las desigualdades exteriores, ámbitos como el pensamiento cíborg, los ciberfeminismos o las guerrillas semióticas del net.art impulsan la superación teórico-práctica de la larga serie de dicotomías esencialistas operante bajo la razón occidental-centrista.

En la actualidad, el semiocapitalismo rige cada aspecto de la vida, y retornan alternativas dicotómicas: frente a la entropía del sistema humano en un mundo ecológicamente limitado, ¿es más útil el aprovechamiento activo, o la oposición de la razón tecnocrática? Aún así, las artes y la cultura ya no se preguntan por el dentro-fuera de la tecnocracia, sino por sus inscripciones en los cuerpos, las mentes y las cosas.

Claudio Goulart, Passport, 1979. Cortesía de la Fundação Vera Chaves Barcellos.
 

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